El día que sacrifique mi montura a las doncellas

"¡Haced alto!: lloremos al recuerdo de un amante y campamento
al término de sinuosas dunas, entre Dahul y Hawmal,
Tudih y Almiqrat,[1] cuyas trazas no se han desvanecido
por la urdimbre de austro y bóreas[2]:
Vese el sirle de gacela en sus patios
y explanadas, cual granos de pimienta”.
En la alborada del adiós, el día de su marcha,
yo por las acacias del aduar diríase machacaba tuera,[3]
y mis compañeros, parando allí junto mí sus monturas,
decían: “No perezcas de pesar, ten ánimo”.
Más mi cura han de ser las lágrimas vertidas,
pues, ¿qué socorro ha de haber en unas borrosas trazas?
Tal solíame pasar ya antes: con Umm Alhuwayrit
y su vecina, Umm Arribab, de Mas’al[4]
que, al alzarse, exhalaban almizcle
cual soplo de céfiro trayendo aroma de clavo,
y las lágrimas de mis ojos, de pasión desbordan
sobre el pecho, hasta mojar mi tahalí.
¡Qué fastos días tuve con ellas,
sobre todo aquél en Darat Gulgul![5]
El día en que sacrifiqué mi montura a las doncellas
y su basto fue peregrinamente acarreado:
las muchachas lanzábanse la carne a porfía
y grasa cual flecos de trenzada seda…
El día en que entré en el palanquín de ‘Unayzah
y me dijo: “A pie me harás ir, ¡Tengas mala ventura!”,
y, al ceder el basto con nosotros ambos, seguía:
“Imru al Qais, has lastimado mi acémila, baja.
Dije yo: “Marcha, suéltate las riendas,
no me alejes de tu gran vendimia,
que a cuántas, tus iguales, vine de noche y, embarazada o criando[6]
hícela descuidar el hijo de un año, con amuletos:[7]
si tras ella lloraba, tomábale medio cuerpo
más la mitad bajo mí no bullía”.
Un día por cima de las dunas me esquivaba
haciendo juramentos sin excepciones:
“Eh Fátima —dije—, atenúa algo estos desdenes,
y si has decidido romper, hazlo gentilmente.
¿O es que te engaña en mí el que tu amor me atormenta
y cuanto ordenas mi corazón hace?
Si algo en mi condición te agravia
aparta mi corazón del tuyo, y quedará apartado;
pues tus ojos sólo lloran para que alcancen
tus dos saetas los pedazos de un corazón lacerado”.
[…]
Franqueé hasta ella guardias y gentes
ávidas, si pudieran silenciarla, de mi muerte,
mientras las Pléyades en el cielo se mostraban
como trechos de un collar de cuentas intercaladas;
Llegaba yo y, ya desnuda para dormir, de sus ropas
salvo ligero atavío, dentro de la tienda
decía: “Juro por Dios que no tienes excusa,
ni creo que tu extravío[8] te deje”
[…]
¡Qué cuello cual de gacela, ni desproporcionado
al alzarlo, ni desguarnecido!
¡Qué cabellera engalana su espalda, prieta como carbón,
espesa como racimo cargado de palmera!
sus bucles se alzan hasta lo alto,
se pierden las guedejas, entre prendidas y sueltas…,
¡Gentil talle apretado como trenza,
y qué piernas como estipe (en palmeral) regado y cargado!
[…]
Ella ilumina las sombras del atardecer cual
lámpara de célibe monje en la noche:[9]
A una tal contempla el prudente arrebatado,
cuando se yergue entre mozas y mujeres.

—Imru al Qais bin Huŷr al Kindí—

(m. c. 550 n.e., Arabia)

*Traducción de Federico Corriente.

Tomado de: Federico Corriente y Juan Pedro Monferrer Sala, Las Diez Mua’allaqāt. Poesía y panorama de Arabia en vísperas el Islam, pp. 97-102.

Notas:

[1] Estos nombres hacen referencia a abrevaderos o pozos.

[2] Los vientos del sur y del norte, respectivamente.

[3] Es decir, lloraba abundantemente; la semilla de la acacia, tuera o colonquíntida, de amarguísimo sabor, al ser cascada o machacada, emite una sustancia que provoca el lagrimeo.

[4] Aguada perteneciente a la tribu del poeta, los Banu Kinda.

[5] Lugar enclavado en los parajes de los Banu Kinda.

[6] Los beduinos creían que tener relaciones sexuales con una embarazada o una parturienta era nocivo, pues dañaba la leche que mamaba el recién nacido.

[7] Los niños de corta edad llevaban ciertos amuletos, por algún tiempo.

[8] La palabra usada por el poeta (algiwayah) alude tanto al “error” como a la “seducción” que guían el afán sexual del poeta.

[9] Alude a la costumbre de dejar una luz encendida en los cenobios y los monasterios orientales para guía de caminantes.

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